22.12.17
- Lucía Zegarra-Ballón
- 22 dic 2017
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene 2022

cuando empieza una a palpar la realidad de fuera, empieza una a entender que tal afuera tiene sus propios afueras. se topa una con la esencia de lo infinito en este mundo llegando a su fin. se queda una sola, flotando en un vacío que perpetúa la caída. y todo lo que alguna vez estuvo adentro y dentro de lo que una estuvo, es sellado con un gigante signo de interrogación; es puesto, inevitablemente, en una perspectiva antónima. el contacto con lo desconocido desata reacciones desconocidas. en el interior se encienden llamas que congelan la médula, que ponen la propia vida al borde de un abismo. pendiendo de un hilo. al ir afuera, se libera una de las certezas y se expone a donde todo puede ser posible. en donde nada es verdad o mentira. es visión y ceguera al mismo tiempo. es liberarse de certezas y esclavizarse de dudas. es el vértigo de lo incierto. la náusea de no tener piso.
cuando el camino adelante se trata solo de romper esquemas, de quebrar la columna vertebral, mira una atrás y se ve incapaz de descifrarlo todo. empieza una a reconocer las claves y a confundir las piezas. nace un nuevo determinismo que, seguramente, pronto se hará viejo con el resto.
y aquí, en la más cruda soledad, expongo mi ser en carne viva. sintiendo más que nunca la pobreza entre mis manos. con las coordenadas perdidas, mi real vulnerabilidad y mi conciencia angustiada. sin saber exactamente de dónde vengo ni a dónde me dirijo y con la única certeza de no me voy a quedar aquí y quizá en ningún lado.
palencia, diciembre de 2017
escrito en las bancas de la foto, en la abadía san isidro de dueñas, donde vivió rafael arnáiz
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